Algunas memorias

sábado, 3 de abril de 2010

Intuiciones tempranas

El jardín de la infancia revela nuestros sueños. Eso parece decir mi propio jardín en la inocencia.
Una vez sentado en la mesa con mi familia, mi hermano y hermana mayor, y mis padres, conversábamos sobre las memorias más lejanas que podíamos recordar de la niñez. Todos alegres recordaban sus primeros besos, historias lejanas en el campo, sus adorados juguetes. Yo en cambio recordaba un evento de lo más extraordinario. Como si fuera parte de una historia vergonzosa increpo a mis padres por haberme puesto ropas de niña en mi niñez. Recuerdo perfectamente mi vestido de cuadros escoses, mis zapatos de charol negro, mis calcetas rojas con pompones y ese día especial, el primero en el jardín infantil, cuando los niños me veían como una desconocida. La entrada de la sala de clases, los colores de los juegos en el patio, todo viniendo a mi mente en la más espectacular y vívida imagen de mis recuerdos infantiles.
Mis padres callados me observaban desconcertados, al son de las carcajadas de mis hermanos. “A mi me vestían así cuando niña!” me dice mi hermana, al fondo de la mesa. Y como era posible? Yo tengo ocho años menos que ella, aún no había nacido, y el recuerdo es demasiado real como para haberlo sacado de una historia contada al vuelo, o un fragmento fotográfico familiar.
Mi hermana se calla, un poco acostumbrados a los eventos extraños en casa, donde avistamientos de ovnis, experiencias con fantasmas, desdoblamientos, intuiciones y sueños proféticos estaban siempre a la orden del día. Me mira y me dice: “y si antes de venir , entraste en mi cuerpo para saber cómo era esta familia y ver si te quedabas acá?” Escalofríos, de esos que llegan cuando el cuerpo sabe la verdad. Todos callados. Ese día aprendimos un poco más del fenómeno de la encarnación en esta vida.
Esas eran en envergadura las experiencias que viví en mi infancia. Es que son las que de alguna manera hemos vivido todos. Frecuentes historias vienen a mi consulta. “Mi hijo ve a su abuelo muerto”, “mi hijo conversa con el aire”, “mi niña me pregunta sobre Dios”. Los padres extrañados han olvidado. La educación ha sido tan fuerte que ya de adultos no resonamos con ese jardín de la infancia. El arte del despertar es desandar lo aprendido hasta percibir con ojos nuevos nuestro origen.
Son numerosas las historias que nos llegan a casi como mitos urbanos a golpear la puerta del jardín dormido. Una amiga me cuenta cómo su hija de cinco años quiere desesperadamente que la deje estar a solas con su hermanito menor que acaba de nacer. Día a día la niña insiste a la madre:” mamá, déjame estar a sola con mi hermanito por favor!” La madre, con mil cosas en su cabeza, deja pasar el tiempo. Una y otra vez se repite la insistencia, con esa voluntad de oro que tienen los niños en su edad primera. Hasta que un buen día, estando la madre con su hermana y mientras tomaban el té aparece la niña con una insistencia mayor. “Esta bien, anda y puedes estar a solas con tu hermano.” La niña desaparece eufórica y como no, la madre y la tía despacio van detrás a ver que es lo que sucede. Como dos ladronas husmeando tras un tesoro, abren de a poco la puerta que había quedado entreabierta. La niña junto a su hermanito, le hace cariño suavemente en su cabeza. Sus ojos giran lentamente inspeccionando el lugar, cerciorándose que están realmente solos. El silencio solemne se quiebra con la pregunta de la niña: “Ya hermanito dime ¿Cómo es Dios? Que a mi se me está olvidando…
¿Qué hemos olvidado? Ya lo dice el dicho, no vinimos a aprender, vinimos a acordarnos. Es la serpiente que se muerde la cola, el ouroboros primordial. La fuente del retorno a lo que somos en esencia.
Una vez ya de adulto, durante una ceremonia con el sagrado teonanacatl, la amanita muscaria, el hongo alucinante, en la primera puerta de acceso más allá de las puertas de la percepción, pude constatar el mundo que mis ojos de pequeño observaba. Pude “recordar”. Yo ya sabía que usualmente las percepciones psicodélicas de formas y colores destellantes aparecen en la primera etapa del consumo del hongo. Pero lo que pude certificar aquella ocasión es que precisamente esas formas son las que percibe el bebé en su lecho primigenio.
Mi cuerpo adoptó una posición fetal, mi motricidad se vio tan afectada que no podía moverme a voluntad, ni menos moverme, como los niños. Al igual que ellos no podía articular palabras claras. Entre balbuceos le expreso a mi esposa, que me acompañó en la ceremonia, el gozo que estaba sintiendo. Todo en mi era gozo, gozo de sentirme un fluido, sentir mis esfínteres abiertos sin juicio, sin culpa. Gozo al observar cómo de la boca de mi compañera las palabras se transformaban en figuras geométricas perfectas y luminiscentes. Espirales dodecaédricas, estrellas tetraédricas azules danzando, octaedros dorados que entraban en mi boca dejando sabores que me hablaban con profundas voces oceánicas. La sinestesia total donde las palabras me mostraban colores y sensaciones táctiles recorrían mi cuerpo al entrar por cada poro de mi piel. “Somos gozo. Dios cuando hizo el universo no dio un soplo, suspiró de gozo” alcance a decirle a mi esposa, hundiéndome de nuevo en el vaivén de espiral que sacudía mi consciencia.
Cuando niños todos percibíamos ese mundo. Desde ese día comprendí a los bebes cuando se quedan mirando la nada y sonriendo de gozo tratan de agarrar el éter con sus manos aspirantes. Pude ver el patrón detrás de los eventos, los campos morfogenéticos de Sheldrake, la forma detrás de la apariencia, la geometría sagrada danzando, y todo, absolutamente era gozo. Un estado tan parecido a lo que describen aquellos que traspasan la barrera de la muerte y vuelven para contarnos que hay más allá. Vuelven para recordarnos.
Una vez un paciente que había tenido una de esas experiencias de ida y retorno del umbral de la muerte me contó aquella experiencia transformadora. Yo lo quería saber todo. Lector de casi todos los libros sobre este tema, quería saber su pasaje por los distintos bardos y sus percepciones exactas. En vez de eso me describió cómo se sintió durante todo el proceso y lo único que me dijo fue que el sentimiento que perduró todo el tiempo fue de una “ingravidez moral”. Ingravidez… moral, nunca había oído estas dos palabras juntas. Me dijo, “sí, en el otro lado no hay bien ni mal, sólo aprendizaje”. Sólo aprendizaje y el verdadero aprendizaje es el recordar. Recordar que en nuestro origen no hay juicio, sólo un gozo creativo, una ingravidez moral.

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